¿Ha muerto la indignación? (un post necrológico)

La indignación no ha muerto, pero el autor del panfleto aquel que exhortaba a la indignación sí. La defunción de un personaje célebre siempre nos brinda la ocasión de leer todo tipo de hagiografías y escupitajos en los medios, como ya en su momento se esgrimieron sobre su opúsculo, y no es algo a lo que uno se preste encantado de la vida. En este caso, quizá también sea el momento para, como buenos caminantes, volver la vista atrás y tratar de pensar si aquella agitación popular que fue anunciada por algunos de sus protagonistas como verdadero “acontecimiento”* lo fue tal o si, por el contrario, fue un gesto más grandilocuente que históricamente significativo.

Quizá sea prematuro, claro, hablar “históricamente”. Es común experimentar la necesidad de apresar nuestro tiempo en conceptos, por apropiarnos indebidamente de una expresión especialmente lograda de lo que el pensamiento se propone**. El mismísimo Kant, tan prudente, incurrió en semejante intento cuando respondió a aquella capciosa pregunta lanzada por el clérigo Zöllner en un boletín berlinés allá por 1783. Sí, sí, aquella pregunta que rezaba: ¿qué es la Ilustración? En su respuesta se aprecia que el sabio prusiano, como cualquier hijo de vecino, quería definir qué era lo que hacía de la suya una época especial. Y no se le puede negar que dio con lo que se dice una definición feliz: solo espíritus muy refractarios a las enseñanzas oficiales se resistirían a admitir que el de Kant fue el Siglo de las Luces y que, una vez abandonada la caverna y alcanzada su mayoría de edad, la puerta al paraíso de la inocencia habría quedado definitivamente clausurada para los hombres. Emitir un juicio o improvisar una definición más o menos cabal de lo que fue el quincemayismo o, más en general, tratar de componernos una imagen de en qué quedaron aquellos ánimos levantiscos que empezaron a soplar en la primavera de 2010 es, seguramente, una tarea más ingrata que definir la Ilustración, tan lustrosa ella. Pero ya que los propios quincemayistas concibieron su arranque como un “acontecimiento” histórico, tratemos de aplicar sobre el mismo una perspectiva ligeramente –ni tres años- más distanciada.

Pensemos entonces, y un poco en tono de obituario, en el legado de Hessel. Por un lado, porque la suya, que más que una vida parece unas cuantas, es todo un recorrido por lo que ha sido el siglo XX europeo: sus tribulaciones, sus desdichas y hasta sus logros***. El panfleto aquel que publicó más recientemente y que tanto inspiró a la juventud enardecida de nuestro país ha sido, sin embargo, un éxito de público y ventas muy desproporcionado con lo que en efecto se puede encontrar ahí una vez que nos decidimos a leerlo. Es una llamada a la indignación, sí, y la indignación es una pasión moral muy importante, una pasión que no debemos abandonar. Es casi la pasión moral y política por antonomasia. Quien se indigna no solo es sino que también se muestra sensible a un determinado juicio moral negativo, y ser capaces de formular este tipo de juicios nos convierte en personas críticas. Además, airear el vicio ajeno siempre redunda en la virtud propia.

Pues bien: de ¡Indignaos! se puede decir que es, ante todo, un alarido. Y aunque de un alarido no cabe estimar su interés literario o teórico, sino su valor performativo, creemos que de él cabe señalar que es por un lado insuficiente, por otro impreciso, y por otro… y por otro decepcionante, y un poco tramposo.

Quien se indigna, decíamos, muestra haber realizado un juicio desfavorable respecto de una situación que se considera moral o políticamente inadecuada, y haber reaccionado pasionalmente a dicho juicio. Juzgar algo como indebido y no experimentar la pasión correspondiente sería una especie de incoherencia práctica difícilmente presentable. Pero también, por eso, quien se indigna no desea hacerlo en solitario: si reconocemos como válido un determinado juicio moral, no solo debemos reaccionar de manera consecuente sino que, además, esperaremos que los demás reaccionen también de manera consecuente. Indignarse no es algo que quepa hacer en solitario, y por eso es una pasión proselitista y contagiosa.

De manera que la exhortación a indignarse del indignado da testimonio de la buena intención de quien la profiere, y hasta da a entender que existe un juicio moral debidamente justificado que la fundamenta. Pero la exhortación misma, como tal, no es equivalente a un juicio razonado y sofisticado sobre cuál es el objeto de la indignación, y por qué lo es. Y es que la indignación siempre se expresa en negativo -esto no puede ocurrir nunca, en ningún lugar. Suscita consenso pero, dada su naturaleza de reacción a la contra, no se convierte jamás en una pasión proactiva, por usar una palabra fea donde las haya. Para que la indignación no se convierta en una especie de coitus interruptus y tenga algún efecto concreto sobre la vida real, haría falta otra pasión que constituyera, por así decir, su reverso: una especie de entusiasmo ante un conjunto de propuestas concretas, en definitiva. Por eso, claro, luego Hessel exhortó al compromiso y nuestros hesselianos locales a la reacción (¡glub!). Sin embargo, las indicaciones en positivo no obtuvieron el mismo respaldo y adolecieron de similar pobreza analítica que la exhortación en negativo, y no es de extrañar que el paso inexorable del tiempo acabara por segar y aplastar el movimiento primaveral con invernales hoces y martillos.

Pero como decíamos, además de insuficiente, su llamada a la indignación fue poco clara: aludió al paso a algunos de los culpables de nuestros males, pero un examen detenido del mundo que habitamos nos obligará a reconocer que, por ejemplo, no es verdad que vivamos bajo la dictadura de los mercados. Ni siquiera diríamos, y eso que la propuesta de Acemoglu y Robinson tiene mucho más fuste, que estamos al albur de ciertas «élites extractivas». O por lo menos lo importante no es solo calificar genéricamente a nuestros tiranos. No basta condenar a los especuladores o a su idea platónica, la especulación; no basta condenar a los banqueros o a su hipóstasis terrena, la banca. Lo cierto es que sufrimos la influencia de personas muy concretas (lo hemos visto recientemente con el escándalo de las Cajas: políticos, sindicatos, negociantes… gente con nombres y apellidos) que ocupan puestos específicos dentro de esos mercados y de las instituciones. Por eso necesitamos, fundamentalmente, buenos análisis políticos sobre los que fundar los alaridos. Aunque sean parciales, aburridos, prosaicos, concretos y, las más de las veces, de vuelo bajo.

Así que nos parece que el librillo aquel fue sobrevalorado tanto por sus detractores como por sus defensores, porque lo cierto es que no dice gran cosa y -de eso es prueba este extraño escrito- se le ha prestado una considerable atención. Por otra parte, está muy bien que en un momento dado la gente se haya plantado, pero es insuficiente y pueril conformarse con eso. La gravedad de la situación requería (requiere) otra cosa -tomar el sistema, hacerse con las instituciones que nos han sido sustraídas además de, incluso en lugar de, tomar calles y plazas. Por otra parte, y sin restarle importancia a una sociedad civil movilizada que aspira a influir, a veces a determinar, la agenda política, lo cierto es que a dicha sociedad civil le resulta muy difícil superar su atávica condena a presentarse como mera contrapolítica: como corriente que aglutina voces discordantes en torno a un sonoro «no» pero incapaz de responder al malhadado «y entonces, ¿qué?».

Se puede añadir que Hessel, no obstante, fue algo más que un paladín de la indignación y el compromiso. También se presentó como un artífice del optimismo y de la solidaridad intergeneracional. Pero no, aquí sí que no. No se puede ser optimista en la situación actual, aunque tampoco, es comprensible, dejar de querer serlo. En nuestro país nos hemos creado unas expectativas muy elevadas y que parecen destinadas a quedar en nada. Mucho me temo que en el desengaño al que, como sociedad, estamos abocados somos los menores de 40 y los mayores de 65 los que nos veremos arrinconados por la generación que ostenta el poder y las propiedades. Personas concretas, desde luego. Así que solidaridad intergeneracional sí, pero la justa. Y el optimismo es más una aspiración que una alternativa disponible: no podemos aferrarnos ya al espejismo del cuerno de la abundancia que nos sedujo en el pasado y dejar escapar las (escasas) ocasiones de mejora que nos brinda el propio presente.

Todavía queremos añadir una observación, esta ya de indignación, a toda la morralla argumentativa de la indignación orquestada. Y es que inducir al prójimo a la indignación, a este tipo peculiar de indignación que en el manifiesto de Hessel y en el 15M se estuvo ventilando, conlleva un no-sé-qué que resulta políticamente engañoso y, si apuramos, perverso. El presupuesto que se desliza cuando pedimos al «pueblo» o, en su versión secularizada, a la «sociedad civil» o a los «ciudadanos» que reaccionen es que estos constituyen un grupo (y en tanto que grupo se le presupone homogéneo, al menos en un sentido puramente metafísico, como substancia unitaria). Un grupo separado de otro segmento del conjunto de la sociedad que es el Estado y las distintas dependencias del mismo. Por un lado lo público, por otro lo estatal. Y lo político… bueno, lo político… lo político ya veremos. La cuestión es que esa separación que se presupone entre lo público y lo estatal es artificiosa, y no es éste un artificio inocuo. Que la política de veras, la que goza de todo el prestigio moral e intelectual de los ciudadanos, sea solo aquella que se practica fuera de las instituciones políticas e incluso de espaldas a éstas es una situación un tanto extravagante. Que la extravagancia sea la norma da lugar a paradojas como la que se nos plantea cuando advertimos que, si nos tomamos en serio esa separación, no hay manera de distinguir la legitimidad de las voces disidentes más enaltecidas de otras formas ciertamente siniestras de sottogoverno. Y así, si nos empeñamos en separar lo público del Estado… ¡luego no nos lamentemos cuando lo público se desintegra precisamente a causa de ciertas razones de Estado! Pues bien merecido nos lo tenemos.

De la supuesta separación entre una sociedad civil noble y una casta política embrutecida emerge, además, una superchería que puede ser muy dañina para la cosa pública: la que podríamos nombrar como la Superstición de la Comunidad Razonable, y que consiste en creer que cualquier decisión, siempre que emane como voluntad general de una comunidad amplia y suficientemente concorde, es la mejor decisión posible. Según esta creencia tan arraigada y que ha permitido fructificar la alegre aunque efímera eclosión de asambleas de barrio, la comunidad santificaría la vida política. Pero es este uno de los amuletos menos recomendables de la salmodia indignada: y es que, quienes hemos leído a historiadores del día a día de la democracia asamblearia ateniense como el buen Tucídides, mucho nos tememos que la comunidad suele ser más bien un avispero caótico y, muchas veces, peligroso. Desengañémonos: la fraternidad muchas veces es de la variedad cainita.

Pero que no existe tal dualidad entre sociedad civil y gobierno se hace manifiesto cuando son precisamente los políticos quienes, con ademán solemne, encabezan manifestaciones. Algunas de ellas (pues como del amor, de la política todo es de temerse) contra los propios políticos. Lo que no significa, claro, que no exista alternativa política alguna a los llamados «partidos tradicionales», y mucho menos que hayamos de estar condenados ya de por vida a un canovismo mostrenco y hediondo. Hay, por ejemplo, partidos emergentes: es el caso de UPyD y seguramente de alguna de las facciones de IU. También hay muchas formas de participar en lo político sin integrarse en sus órganos representativos: distintos tipos de vigilancia más o menos formal de la cosa pública o distintos modos de recurrir a lo que Kant (¡otra vez!) llamaba el uso público de la razón. Fedea, Politikon o ¿Hay derecho? son espacios de reflexión y análisis más que estimables en este sentido. Y, cómo no, también está la mismísima denuncia judicial. Vamos, que no estamos obligados a elegir entre una antipolítica descoyuntada y un partidismo fideísta.

Pero, claro, toda esta metralla no es algo que Hessel estuviera en condiciones de ofrecernos, ni siquiera con toda su experiencia política y diplomática. Yo creo, a la vista de las cosas que pensó y que contó, que no le faltaba intuición civil ni buena intención, pero sí profundidad. También le sobraba, me temo, algo de sectarismo, pero esto lo añadimos haciendo pie en nuestro natural recelo ante quienes fungen en la vida pública de bueno profesional. Sin embargo, esa profundidad que le faltaba es (hélas!) incompatible con el populismo y quizás hasta con la popularidad. De manera que (como suele ocurrir) las cosas fueron como solo podían ser.

 

Escrito por Andrés González y Rocío Orsi

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*Creemos recordar que, en al menos uno d ellos manifiestos que circularon del 15M, se calificó dicho movimiento de «acontecimiento». Sin duda, quien lo escribió tenía lecturas filosóficas, pues aludía a la discusión presente en Kant entre un mero suceso o evento histórico y un acontecimiento que, como la Revolución Francesa, marca una época y constituye, ahí es nada, un indicio de la tendencia de los hombres al progreso.

**La víctima del latrocinio es Hegel, aunque, en realidad, lo que dice Hegel es que la filosofía es el propio tiempo aprehendido en conceptos.

***Suponiendo, por ejemplo, que la Declaración del 48 o la actividad diplomática de la ONU lo sea.

 

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