Pensamiento y soberanía

En una famosa sentencia, Marx reprochaba a los filósofos que se hubieran limitado a contemplar o interpretar la realidad, mientras que transformarla sería la verdadera tarea del filósofo: es tarea por tanto de quien produce ideas intervenir en una historia que, a partir de ahora, no será ya mera lucha de clases, sino donde un sujeto histórico autoconsciente se hará con las riendas de su propio presente  (aunque curiosamente intervendrá en la misma dirección salvífica que el motor ciego de la Historia o que la Providencia misma). Un presente al que además -pues se trata de un sujeto postilustrado- interpreta críticamente, y es precisamente en virtud de esa aprehensión crítica como podrá aspirar a transformarlo y a enderezarlo hacia lo mejor.

Sin embargo, el reproche marxiano a la filosofía anterior era injusto amén de desabrido: la condición paradójica del filósofo-rey platónico es consustancial a todo el pensamiento. Según Platón, solo aquel que piensa con un elevado grado de alejamiento está verdaderamente capacitado para transformar la realidad política. Y, sin embargo, quien así razona no suele estar dispuesto (precisamente por su falta de interés, en el doble sentido crematístico y epistémico) a consagrar su precioso tiempo a la cosa pública. La falta de interés del pensador convive con su sentido del deber, y por eso Platón no se retiró a pensar al monte Akademos sino cuando, frustrado y resentido tras su triste aventura política siciliana, se vio obligado a renunciar definitivamente a la transformación de la pólis (al pensamiento activo) a la espera de tiempos mejores.
 
Así, el pensamiento se propone distanciarse de la realidad para, en su extrañamiento, contribuir a su iluminación o a su esclarecimiento. Eso significa precisamente “reflexionar”: un movimiento de desdoblamiento (de alejamiento) y de regreso (aproximación) que posibilita el conocimiento de lo inmediato a través de un proceso de mediatización. Por eso la filosofía es inactual y las ideas son siempre intempestivas, pero también por eso terminan por cristalizar en ideologías o, debido a su prestigio y a la reverencia de que son objeto, por calar en el mundo y contribuir a su gobierno. Desde sus mismos orígenes, la filosofía muestra que su tarea específica e incluso vital consiste en propiciar ese distanciamiento o desfamiliarización de las ideas respecto del mundo o la vida cotidiana, un alejamiento que permitirá contribuir a su cambio efectivo al mirar la realidad con luz nueva y generalmente inesperada. Inesperada incluso por sus propios creadores porque, una vez gestadas, las ideas ya no pertenecen a nadie: adquieren vida propia y pueden ocasionar todo tipo de resultados, muchas veces no sólo imprevistos sino ni siquiera deseados por quienes las concibieron, las transmitieron o las asimilaron. El poder de las ideas es, pues, del todo separable del poder de los ideólogos, intelectuales, filósofos, publicistas, consultores, demagogos, oradores, chamanes, políticos o de cualquier otro agente urdidor de concepciones, creencias o cosmovisiones que dan sentido al mundo que habitamos. Es pues separable -aunque en cierto modo vicario- del poder de las personas. Un poder que a veces ha podido parecer desactivado, debido a la índole inactual del pensamiento, pero que ha aglutinado y condicionado (aunque sea bajo la forma de influencia o incluso de soft power) a los múltiples agentes de la historia.
Sin embargo, cabría preguntarse hasta qué punto sigue en vigor la concepción recientemente apuntada, y creo que bien apuntalada históricamente, según la cual las ideas han tenido una parte importante en el aspecto que presenta nuestro mundo. Y la respuesta a esta cuestión, necesariamente provisional y tentativa, habrá de obtenerse a partir de un diagnóstico -no menos provisional y tentativo, aunque se pretende cabal y razonable- de nuestro presente y del peculiar comercio que con las ideas guardan nuestras instituciones y las diferentes instancias (públicas y privadas, individuales o colectivas, formales e informales) de poder propias de nuestra sociedad actual. Defenderemos que sí: que las ideas ejercen poder, pero que se nos sustraen al pensamiento, y por eso hay que hacer un esfuerzo 1) por desenmascararlas y 2) por proponer nuevas concepciones que -salvando el principio kantiano de publicidad- puedan dignamente seguir gobernando el mundo.
Pues bien: a diferencia de la que fue, por ejemplo, la visión del mundo de nuestros padres y abuelos, y a diferencia de la polarización política, geopolítica e intelectual del mundo que todavía vemos por ejemplo en mayo del 68, difícilmente encontraremos en el universo valorativo de nuestro presente ideas, ideologías o valores significativos que, por ejemplo, nutran sistemáticamente programas políticos dirigidos a amplios sectores electorales. Es decir, que alimenten una sociedad civil mínimamente concernida.
Es verdad que la falta de referencias trascendentes propia de nuestro mundo nos hace a veces suspirar por el Absoluto perdido, pero tampoco hay que olvidar que esa ausencia de fundamentos y de seriedad propia de nuestro mundo obedece a causas por lo menos hasta cierto punto saludables: desde luego, son síntoma de una democratización que va más allá de una democracia puramente procedimental. La falta de fundamentos fijos es propia de una sociedad donde los individuos eligen sus propios héroes y no aceptan sermones de nadie; es decir, donde han salido de su culpable minoría de edad y se atreven a saber (aunque también a ignorar). Una sociedad, pues, en la que no se toleran gestos autoritarios evidentes y donde no hay verdades absolutas que determinen normas de general y rígido acatamiento; donde el poder se ha disgregado con la misma parsimonia que el saber, y donde, por tanto, los sabios (y no precisamente los tecnócratas) ocupan un lugar paradójico y no necesariamente preeminente.
Al sucumbir las vetustas jerarquías y, por tanto, las grandes solidaridades de clase o las cosmovisiones fuertemente cohesionadas de tipo estamental, han sucumbido también las principales fuentes de ideología que empaparon las capas más amplias de la sociedad del siglo XX: ni el humanismo cristiano, ni el comunismo o el socialismo obrero, ni el liberalismo, ni siquiera el conservadurismo tienen hoy el peso moral e intelectual suficiente como para que a partir de ellos se gesten ideas verdaderamente eficaces, es decir, ideas con visos de ejercer el gobierno en el mundo o de al menos influirlo. Las grandes ideologías han cedido paso a un tibio acuerdo mayoritario en torno a amplios principios socialdemócratas a cuya defensa pocos están dispuestos a consagrar no ya su vida, desde luego, sino algún resto de tiempo (y no de todo el tiempo, sino un resto del resto del tiempo: del ocio) o de energía intelectual. De hecho, el desmantelamiento del estado del bienestar no levanta hoy más polvareda (no ocupa más espacio periodístico) que una ley sanitaria sin (aparente) valor político.Los grandes ideales que dividieron el globo en polos y las sociedades en bandos han sido remplazados en el mundo occidental por valores individualistas (en un sentido ramplón del término), hedonistas, cortoplacistas y efebólatras que son caldo de cultivo para el populismo, es decir, que alimentan una política guiada por fines únicamente electoralistas. Hoy no hay un clero o unos soviets, ni siquiera un conjunto de intelectuales o humanistas que determinen un horizonte normativo fijo: lo que encontramos es, sin embargo, un amplio marco valorativo propio de un Tercer Estado satisfecho y descreído.
A la disolución de la auctoritas y al declive de la verdad (que acompañan a la disgregación del poder) le sigue el imperio de la opinión y del carisma (por desgracia, de perfil bajo). Las ideas, en un mundo como el nuestro que desconfía de los intelectuales y desprecia toda forma de autoridad, emergen sin embargo de algún sitio y siguen teniendo peso. Pero aquellas ideas que en el pasado contribuyeron a fracturar el mundo de la opinión, el mundo electoral y el mundo sin más han sido sustituidas, para la gran parte de la población, por valores que (con perdón por la expresión) pueden calificarse sin duda de fast food. Hoy vivimos en un mundo donde la propaganda ha pasado de ser una poderosa herramienta política al servicio de ideas o ideologías (a veces ingenuas, a veces perversas y a veces siniestras sin más) a ser la fuente y el motor mismo de nuevas ideas y valores. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y con el auge de la sociedad de consumo, industriales y comerciantes vieron en la propaganda, hasta entonces un instrumento político determinante en la relación del poder con los electores, una preciosa herramienta para consolidar los lazos con los consumidores. Y una vez en manos de industriales y comerciantes, la propaganda y las ideas transmitidas por ella (como los objetos de consumo, baratos y perentorios) han inundado nuestra vida. Al igual que, en una perversa inversión de fines y medios, la publicidad crea la necesidad en aras de la venta del objeto, las ideas ya no son el objeto a transmitir por los medios, sino que los medios mismos son quienes crean, preparan y conforman las ideas, que son lo de menos. Como de una manera un tanto visionaria sentenciara Marshall McLuhan, en una sociedad de consumo (y más que nada de consumo) el medio es el mensaje -y el mensaje no importa siempre que se asegure suficiente publicidad.  
Sin embargo, de forma paralela y complementaria a esta especie de desidia ideológica masiva, existe otra fuente de ideas que gobiernan el mundo con guante de seda y puño de hierro. La convivencia entre ambos planos ideológicos (el plano popular, individualista y “pasota” del que venimos hablando, y el de las oligarquías empresariales y políticas a la que nos referiremos ahora) es posible debido a la generalización de la prosperidad en las sociedades occidentales, que ha propiciado, junto al desprecio a toda forma de autoridad, una desafección política que ha abierto una brecha entre sociedad y gobierno. Ese proceso de desafección política podríamos metafóricamente nombrarlo como una “secularización de la democracia”. Junto a esto, y en especial desde los años 90, ha tenido lugar una cesión de soberanía de los Estados que ha contribuido a al alejamiento entre las instituciones que realmente ejercen el poder y los ciudadanos, dándose una situación política que podría caracterizarse con lo que en Economía se denomina “desintermediación”. La ciudadanía, por tanto, muy bien puede mantenerse en esa ensoñación narcisista y alimentada por los medios de la que venimos hablando, mientras que los gobiernos se pliegan (¡qué remedio queda!) a las órdenes de entidades supraestatales -regidas, a su vez y sobre todo, por ideas. Veamos ahora qué ideas son esas.
Con la caída del telón de acero no sólo no llegó el fin de la historia, sino tampoco -aunque lo pareciera- el fin de las grandes ideas conformadoras de la realidad y generadoras de conflictos. Tras el colapso del comunismo, y bajo el influjo de la revolución conservadora y de las terceras vías, el mundo occidental optó por una nueva forma de capitalismo: un capitalismo no-liberal, o de cartas marcadas. Bajo este tranquilizador paradigma ya no era posible perder y se auspiciaban crecimientos infinitos en todo el mundo -también era un capitalismo globalizado. Ni la etapa final de un feliz Estado marxista podría ser más utópica. Sin embargo, recientemente hemos sido testigos de cómo, en este paradigma de felicidad perpetua, irrumpió el principio de escasez: y es que si todo el mundo es rico a la vez no hay petróleo o maíz para todos. De pronto el mundo despierta del sueño de la felicidad perpetua y abre los ojos a la recuperación de renovadas formas de malthussianismo: o, más bien, el mundo occidental pasa del sueño del crecimiento indefinido a la pesadilla de la política de la restricción y el empobrecimiento necesario. Siendo sueño y pesadilla igualmente ilusorios.
La conformación de ideas en las sociedades occidentales necesita, como siempre, un enemigo al que hacer frente, pero no están teniendo suerte -o quizá buscan edípicamente al asesino. Ya no existe el Tercer Reich y sospechamos que el “eje del mal” es una invención apresurada para poner parches a una legitimidad en riesgo. Bien es verdad que, en los últimos tiempos, se identifican vagamente otros posibles enemigos de las democracias occidentales: es el caso del F.M.I., las agencias de calificación de riesgos o las empresas que deslocalizan sus fabricas de Occidente y las llevan a países emergentes. Sin embargo, el problema de nuestras sociedades, complejas y reflexivas, es que sus pretendidos enemigos gozan también de estas mismas cualidades: son complejos, y son reflexivos. La democracia fagocita tanto a sus críticos como a sus advesarios más serios: paradójicamente, y por seguir con el ejemplo apenas citado, los Estados democráticos se sirven de herramientas como el F.M.I. (al que instituyen como consorcio que garantiza su financiación) y las agencias de calificación (que, a sueldo de estos mismos Estados, garantizan que éstos devolverán sus deudas). Gracias precisamente a estas herramientas los Estados pueden ser más audaces (y ampliar sus presupuestos) y, de paso, cuando la audacia se revela temeridad, pueden recurrir a entes aparentemente externos que -como el dúo Jorkins y Spenlow en David Copperfield– muestran la imposibilidad de prosperar por la vía de más gastos. De igual modo, la empresas que trasladan sus centros de producción a países emergentes son algunas de las que más éxito comercial tienen, y no en vano precisamente en aquellos mercados a los que con anterioridad han sustraído sus plantas industriales. Así pues, el individuo en su papel de consumidor comulga con “el enemigo”, pero al tiempo, en su papel de empleado, reclama que el poder establezca barreras proteccionistas que garanticen su status privilegiado. La ciudadanía pide a los gobiernos que actúen enérgicamente y resuelvan los problemas de bancos, industrias o desempleados, pero sin poner en riesgo derechos adquiridos -como las pensiones.
Así, en una sociedad como la nuestra, los enemigos ya no son un patrono desalmado o unos enloquecidos colectivizadores, sino la suma de las desmedidas codicias individuales y el consumo desenfrenado. Estas actitudes colectivas generan unas “servidumbres voluntarias”, servidumbres que difícilmente se podrían haber impuesto de un modo premeditado por excesivas, alienantes e imposibles de cumplir a largo plazo. Los enemigos de las sociedades occidentales acomodadas, esos especuladores a quienes culpan del fracaso del modelo de crecimiento perpetuo, son sus propios fondos de pensiones o sus empresas públicas: esas que se jugaron su futuro en el capitalismo de cartas marcadas y, cuando han advertido que ya no es posible seguir ganando al mismo ritmo, han revuelto la mesa de juego. Así, si no hay enemigo fuera es probablemente porque hoy son, en el mundo, nuestras propias sociedades quienes representan a la vez el papel del noble versallesco, del burgués explotador, del acomodado miembro del Politburó y de la púrpura cardenalicia.
De ese modo, la izquierda occidental defiende por un lado los privilegios gremiales perpetuos y al alza y, por otro, pontifica sobre la ecología y la sostenibilidad, sin ruborizarse por la incompatibilidad de ambos postulados. Por su parte, la derecha se debate entre el discurso socialdemócrata bajo su propia marca o clamar que la solución a los problemas es añadir más dosis de crecimiento perpetuo. Ante este panorama, es comprensible la general desafección política y la percepción del agotamiento de las ideas. Sin embargo, el individualismo anarquista e indiferente que se respira en la calle difícilmente nos conducirá a nada distinto del aumento del caos, del conflicto y la injusticia.
En definitiva, la desestructuración de la soberanía no significa su disolución; antes al contrario, la soberanía se ejerce hoy con más impunidad y con menos descaro que nunca. La democratización del poder absoluto tampoco significa, como se decía, la desaparición de la servidumbre, sino la proliferación de otras muchas (asumidas voluntariamente, y otras de manera inconsciente). El aparente desinterés con que hoy ciertas entidades abstractas (los mercados, por ejemplo) gobiernan nuestro mundo no se hace al margen de las ideas, sino que siguen una línea ideológica que no por asistemática es menos precisa ni real. Por eso, justo por eso, la gestación de nuevas ideas y el desenmascaramiento de las que de hecho intervienen en la realidad (aunque su origen y su acción se nos sustraiga) son ahora más necesarios que nunca. Porque desde la oscuridad, la fragmentación y el desconocimiento las ideas siguen gobernando el mundo, hoy es una tarea insoslayable conocerlas, mejorarlas, descifrarlas, perorarlas, desarmarlas y, en su caso, destruirlas y enterrarlas.

Esta entrada la he escrito en colaboración con Rocío Orsi , y es una versión de un artículo redactado para el monográfico sobre el poder publicado en la revista Crítica,  Enero-febrero 2011, año LIXI, nº971, págs. 24-28

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2 responses to “Pensamiento y soberanía

  1. Decía Ludolfo Paramio, sociólogo español que "así como los economistas explican por qué o cómo la gente hace lo que quiere hacer, los sociólogos tratamos de demostrar por qué la gente no puede hacer sino lo que hace". Me ha recordado el artículo estas palabras a la hora de comprender por qué se renuncia actualmente , a la mayor expresión de libertad con la que contamos: el pensamiento crítico. La posibilidad de decidir por nosotros mismos. La reflexión pude y debe ser efectuada en el lugar donde nace el problema. Si bien es cierto que cuántos más sean los puntos de vista considerados, más justa debe de ser la toma de decisión, o así debería de ser. Pero desde luego, a lo que no creo que debamos renunciar es a tomar parte en la solución, tanto más cuanto que esta nos afecta, en nuestro papel individual, o como miembro de un grupo al que pertenezcamos. Cuando en los años ochenta aparece la teoría de la acción racional, se comienza a explicar cómo las personas buscan maximizar los beneficios y minimizar los costes de sus acciones; cada cual persigue su propio interés y sólo elige cooperar con otro en la medida en que esto lo beneficie. Es la paradoja del free rider: en un colectivo que comparte intereses siempre existe una fracción muy considerable de personas para las que el esfuerzo (el coste) de la acción a realizar para proteger esos intereses es superior a la esperanza matemática de obtener resultados significativos de esa acción (el beneficio). Por injusta y negativa que parezca la explicación, puede que se haya venido dando mucho más de lo que fuera deseable en una "convivencia social", valga la redundancia. Pero no es menos cierto que esta cuestión solo se rompera en la medida en que cada uno de nosotros entienda que pensar en el beneficio común, en aspectos básicos, es la mejor manera de beneficiarnos a nosotros mismos. Por cierto, enhorabuena por el artículo.

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